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ículos

RAPSODIA A EL JUAN LUIS (ANECDOTARIO ONÍRICO) por Gastón Álvaro
Santana

Acerque el lector anécdota a sus letras y siga con música las artes visuales.
El autor.

Miraba los afiches del aula donde se examinaban los estudiantes en una escuela para adultos
después de alfabetizar sus nombres en un orden que comenzaba por Cruz.
Las luces neón iluminaban el recinto acentuando la honda de silencio mientras que afuera el
sol extendía la existencia de un día que aún después de las siete se negaba a anochecer. Muchas
memorias llegaban a Juan Luis.

En Acandí un candil iluminaba. Su llama amarilla distorsionaba las proporciones. Juan Luis,
atraído por entusiastas antropólogos, se adentraba, en fatiga, en una selva de istmo donde los
machetes abrían caminos sólo indicados por flecha de brújula.

Olía a techo de palma y a hamaca suspendida entre horcones con crujidera.

A la resonancia de las yaguas, Juan Luis apagaba la mecha, cerraba la ventana y juntaba la
puerta enrendijada. Aún de mañana la noche se negaba a amanecer.

Por mucho tiempo Juan Luis recordó el olor a nativa, sus sudores de hamaca en el recinto de
yaguas y el túnel delicioso que le pareció Vía Láctea. A veces de camino, Juan Luis recordaba
la tibieza de un pubis sin enagua y los senos que se abrían al humo del candil.

Mas ya no era su época la del hombre que mira las cosas como antes. Se marchaba el recuerdo
precoz de la indita. No había luz en la tapera. A la matrona le gustaban las sombras.

Juan Luis, en otro tiempo, había mirado un altar de santos y estampitas: el altar de su bisabuela
difunta. Eso fue por entonces, en esa edad en que el hombre mira a la muerte grande. Mas,
ahora Juan Luis perdía el equilibrio. Sin moverse, desplazaba a todas partes, hasta llegar al día
de “la pedrada”. Había sido Juan Luis motivado por el curso maléfico de sus compañeros que
espantados corrían como perseguidos de autoridad inmediata por la calle de la noche sin noche
con bombillas que apenas llegaban a adorno.

Y Juan Luis recordaba otras tardes con lluvia y con barquitos en la zanja del patio: un Sena
jubiloso que en vez de álamo y sauce reflejaba limón.

Había muerto “Negrito”, el guarda de la casa — a la abuela paterna le gustaban las flores igual
que al jardinero, a quién, por enemigo, después de lo del perro, le endilgaron güadaña y sería
en lo adelante “El Viejo del Azadón” —.

Bien había conocido Juan Luis del torpe Analla y de su antiguo bayo que venían de la finca
con los botes lecheros. Analla era un canalla que torcía las orejas a su animal cansado. Allí
Juan Luis, sin dudas, aprendió del dolor.

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